Dña. FEDERICA MONTSENY
Esta retrospectiva histórica estará forzosamente limitada, en el tiempo y en el espacio. Sólo puedo referirme a lo que yo viví personalmente durante los meses que duró mi mandato como ministro de Sanidad y Asistencia Social. Y sólo puedo referirme, también, a lo que fueron los problemas planteados a la Sanidad en el espacio ocupado por la España republicana. Ignoro lo que ocurriera en el resto de la España ocupada por las fuerzas franquistas.
El Ministerio de Sanidad y Asistencia Social fue creado en noviembre de 1936, en cierto modo para responder a la necesidad de dar cuatro Carteras ministeriales a la CNT. Existía una Dirección General de Sanidad dependiente del Ministerio de la Gobernación, y otra Dirección de Asistencia Social que dependía, asimismo, de ese Ministerio.
Con esas dos Direcciones Generales de Sanidad y Asistencia Social se creó el Ministerio al que yo fui destinada.
ORGANIZACIÓN DEL MINISTERIO
En realidad, no era una mala idea dar independencia y personalidad a la Sanidad y a la Asistencia Social, que estaban, en cierto modo, desasistidas en el conjunto de Secciones del Ministerio de la Gobernación. La guerra, con sus peligros y sus exigencias, reclamaba una atención especial para los aspectos sanitarios y la asistencia social debía hacer frente a multitud de necesidades creadas por la propia guerra. Empezaban a producirse las evacuaciones de pueblos enteros que huían de la guerra, planteando lo que iba siendo el pavoroso problema de los refugiados.
Cuando me hice cargo del Ministerio me esforcé en buscar personal idóneo, con la voluntad de potenciar la presencia femenina en este mundo político, del que la mujer se había visto casi siempre marginada. Nombré subsecretaria a la doctora Mercedes Maestre; directora de Asistencia Social a la doctora Amparo Poch. En cuanto a la Dirección General de Sanidad, tuve que conformarme a lo que fueron indicaciones del Sindicato Nacional de Sanidad, que señaló la conveniencia de que fuese nombrado para ese cargo el doctor Morata Cantón.
Como inciso, señalaré que se me había sugerido el nombre del doctor Gregorio Marañón como subsecretario de Sanidad. Teniendo una opinión formada sobre las reservas de Marañón ante las derivaciones de la guerra civil, me atrincheré en mi propósito de valorar presencias femeninas en el Ministerio, designando, como he dicho antes, a la doctora Mercedes Maestre, que, por cierto, no pertenecía a la CNT sino a la UGT.
Mi reserva respecto a Marañón, cuyos grandes méritos como hombre de ciencia no he puesto nunca en duda, se vio justificada muy pronto: Enviado en misión al extranjero, no regresó a España, mostrando su hostilidad a lo que era proceso revolucionario con el que el pueblo respondiera al levantamiento fascista, no escondiendo que, colocado ante una opción, siempre debería preferir las ideas de orden y de continuidad que, para él, encarnaba mejor el franquismo que una República desbordada por las masas.
Sin embargo, el doctor Marañón había jugado un papel importante en el advenimiento de la Segunda República, de la que se decía había sido quien le ayudara a nacer.
Algo parecido ocurrió con el doctor Gustavo Pittaluga. Pese a mi desconfianza, se le envió en delegación fuera de España. Tampoco regresó a ella y mejor perjudicó a la causa republicana, ya que no supo guardar, por lo menos, una neutralidad que hubiera podido excusarle históricamente.
Por desgracia, carezco de datos concretos y de estadísticas a mi alcance para poder establecer, de manera fidedigna, todo lo que fueron problemas a resolver durante ese período en que todo estaba trastocado y en que hubo que improvisar muchas cosas. Había, además, una triple función similar. Por una parte, había una Sanidad que respondía a la Generalidad de Cataluña. Por otra, existía una Sanidad de Guerra que formaba parte del Ministerio de Defensa. Y existía la nuestra, que, en cierto modo, debía tomar bajo su cargo los heridos, cuando éstos eran evacuados de los hospitales de sangre y pasaban a la retaguardia.
No hay que exagerar las dificultades de esta triple función, porque las sobrellevamos con buena voluntad y espíritu solidario, evitando roces y malos entendidos. En primer lugar, debo decir que el comportamiento de los médicos fue generalmente ejemplar. En ningún momento, o en raras ocasiones, las ideologías políticas o las influencias religiosas se antepusieron al sentimiento de responsabilidad del médico ante el herido o el enfermo. Tampoco encontré, en ningún momento, hostilidad ante la mujer, confedera) y libertaria, que ocupaba la dirección del Ministerio.
Todos cuantos médicos debí tratar y colocar en cargos importantes cumplieron con su deber y fueron siempre correctos conmigo. Cito como ejemplo el caso del doctor Mestres Puig, que me secundó activamente en la Subsecretaría de Sanidad en los últimos meses de mi gestión.
Recuerdo, como dato anecdótico, que puse a disposición del doctor Trueta los locales del Instituto Pedro Mata, de Reus, para que en ellos se ensayaran los métodos de curación de brazos y piernas por medio del procedimiento de la gangrena seca, que más tarde salvó a tantos hombres de mutilaciones fatales en el curso de la segunda guerra mundial.
Allí se instaló un equipo de médicos, ganados a las ideas de Trueta, que recogían a heridos procedentes de los hospitales de sangre y a los que generalmente salvaban de la pérdida de uno de sus miembros. Tuve ocasión de visitar este instituto, convertido en hospital de ensayo, y de comprobar los éxitos obtenidos.
SANIDAD
Otro de los grandes problemas a los que tuvo que hacer frente la Sanidad Civil fue el temor a las epidemias. Como antes apuntábamos, por decreto de la Presidencia del Consejo de Ministros del 21 de noviembre de 1936, fueron refundidos los Consejos y Juntas Técnicas del anterior Ministerio en el Consejo Nacional de Sanidad y Consejo Nacional de Asistencia Social.
El Consejo Nacional de Sanidad constaba de los siguientes departamentos:
1.° Higiene y Profilaxis.
2.° Hospitales y Sanatorios.
3.° Farmacia y Suministros.
4.° Personal y Organizaciones profesionales.
5.° Secretaría General.
Mi mayor preocupación y la de mis colaboradores consistía en combatir las infecciones, atajar las epidemias, hacer que el resquebrajamiento de la salud del pueblo con la guerra no se convirtiera en un segundo frente. Ejemplo de esta preocupación es la circular que publica el Ministerio a principios de diciembre de 1936, a través de su departamento de Higiene y Profilaxis, en la que se expresa lo siguiente:
«El desplazamiento de una parte de la población española debido a las contingencias de la guerra, y su aglomeración en determinadas regiones y provincias, obliga a la Administración Sanitaria a la adopción de aquellas medidas profilácticas que impiden la aparición de focos de enfermedades epidémicas...»
Había que vigilar atentamente el estado sanitario de las aguas y la higiene de las poblaciones que, en el maremágnum de las instalaciones improvisadas, de las concentraciones de soldados y de refugiados, exigían una vigilancia continua para evitar ciertos contagios, e incluso algunas de las formas que podía utilizar el enemigo para envenenar aguas o para producir focos infecciosos.
EL COMITE DE HIGIENE DE LA SOCIEDAD DE LAS NACIONES
Tan convencidos estaban en Ginebra del peligro de epidemias, que el Comité de Higiene de la Sociedad de las Naciones envió a España dos delegaciones, una a la España republicana y otra a la España franquista, para examinar «de visu» el estado sanitario de las ciudades y de los frentes.
La obsesión de los médicos comisionados era que se produjese, en una o en otra zona, una epidemia de tifus exantemático. Ignoro lo que ocurriera en la zona sometida por Franco y los suyos, pero en lo que respecta a la zona republicana, no se produjo ni un solo caso de tifus exantemático. La Comisión tuvo que reconocer que el estado sanitario, tanto en las ciudades como en los propios frentes, no dejaba nada que desear, y que se observaban las más rigurosas reglas de higiene y de vigilancia ante la propagación posible de enfermedades clásicas en todo período de guerra, como son las enfermedades venéreas.
ASISTENCIA SOCIAL
La otra gran orientación que guiaba nuestras actividades con respecto a la Asistencia Social tenía una proyección para después de la guerra, y en ella se acometieron reformas cuyo objetivo primordial consistía en cortar por la base los problemas concernientes a las antiguas instituciones benéficas. El Decreto de la Presidencia del Consejo de Ministros del 25 de noviembre de 1936, por el que se creaba el Consejo Nacional de Asistencia Social, disponía que éste «tendrá como misión primordial coordinar todo cuanto antes constituía el objeto y fines de la beneficencia oficial, particular y pública». En efecto, se trataba de aprovechar, por un lado, los bienes e instituciones pertenecientes a la antigua Beneficencia, pero tratando al mismo tiempo de erradicar el espíritu humillante de la caridad que lo inspiraba.
Procuramos mejorar el régimen de los antiguos hospicios, lo mismo en la acogida a los viejos que a los niños. Se utilizaron también grandes residencias requisadas, instalándolas en condiciones humanas.
La Asistencia Social fue regulada por el decreto del 14 de enero de 1937, según el cual el Consejo Nacional constaría de cinco Consejerías, que serían:
1ª Anormales, inválidos y desvalidos.
2ª Protección a madres embarazadas y lactantes, y a niños lactados.
3ª Hogares de la infancia (ex asilos), guarderías infantiles, etcétera.
4ª Escuelas de corrección y reforma.
5ª Secretaría general.
A su vez, los Consejos Provinciales constarían de cinco secciones análogas en su cometido. Y, al mismo tiempo, quedaban «disueltas todas las instituciones de beneficencia particular, se hallasen o no afectas al protectorado del Gobierno, cualquiera que fuese su carácter, ya se las conociera como fundación, asilo, junta, patronato u otro nombre que pueda haber empleado». De acuerdo con la doctora Amparo Poch, quise mejorar la condición económica de las asistentas sociales, que cobraban sueldos irrisorios. Pero allí choqué con lo que era y sigue siendo el estatuto de los funcionarios, que establece un principio de jerarquización que me sublevaba. Existía tal diferencia entre lo que cobraba un director general y lo que percibía una asistenta social, que no era posible consentirlo.
Pero no hubo manera de modificar legalmente este principio de jerarquía, que temo continúe subsistiendo. No pude hacer más que buscar medios indirectos para aumentar los sueldos de los funcionarios menos favorecidos y disminuir, apelando a su conciencia de hombres y de sindicalistas, a los que ocupaban cargos elevados.
En lo que a mí respecta, y en lo que se refiere a cuantos estábamos delegados por nuestra organización, el principio quedó establecido: Entregábamos el importe de nuestros honorarios al Comité Nacional de la CNT y éste nos daba mensualmente el sueldo que cobraba un miliciano.
INVITACIÓN DEL COMITÉ DE HIGIENE DE LA SOCIEDAD DE LAS NACIONES
Como consecuencia de la visita a la zona republicana de la Comisión enviada por el Comité de Higiene de la Sociedad de las Naciones, fui personalmente invitada a asistir a una reunión de este Comité, ante el cual expondría las conclusiones de su viaje la delegación antes citada, a lo que yo podría agregar lo que estimase conveniente.
Asistimos a esta reunión la que esto firma, acompañada por los doctores Cuatrecasas y Marín de Bernardo, y aprovechamos la ocasión para defender la causa de la España republicana, denunciando el abandono en que nos dejaban las democracias, de las que era máximo exponente la Sociedad de las Naciones.
Tuvimos el atrevimiento de decir que no era preocupándose del estado sanitario de un país civilizado, como era España, como se defendía a esta democracia que ponían en peligro las huestes fascistas que pretendían enseñorearse de nuestro país.
Me disculpo de referirme a este inciso anecdótico, que nada tiene que ver con la Sanidad. Pero es que, en aquellos días, todo estaba tan íntimamente confundido que era imposible establecer separaciones entre los diversos aspectos de la vida económica, social y política de España.
CREACIÓN DE LA OCEAR
A nuestro regreso nos esperaban las grandes dificultades, creadas por la caída de Málaga, a la que había precedido la de Irún, derramando sobre la zona que continuaba en poder de la República miles y miles de refugiados, la mayor parte mujeres, viejos y niños. Cada día era también mayor el número de heridos a cargo de la Sanidad de Guerra y que pasaban después a cargo de la Sanidad Civil. Ello nos obligó a crear la Oficina Central de Evacuación y Asistencia a los Refugiados (OCEAR), con sede en Valencia y en Barcelona. Cabe decir que en esos días la situación de Madrid, rodeado por las fuerzas enemigas, salvo las rutas que llevaban de Madrid hacia Valencia, había obligado al Gobierno, a todos los servicios oficiales y a los Comités Nacionales de todos los partidos, a abandonar Madrid, instalándose en Valencia.
Sin embargo, en Madrid siguió funcionando la Sanidad Civil y la Asistencia Social, tomando a su cargo los niños en edad escolar, que eran trasladados a zonas más seguras, algunas situadas incluso en Francia, donde ya existían colonias infantiles de niños refugiados.
EL PROBLEMA DEL ABORTO
Uno de los problemas que me propuse abordar, aprovechando las dificultades que ofrecía una situación revolucionaria, fue el de encontrar medios para evitar la hecatombe de mujeres que eran víctimas de maniobras abortivas, que las mutilaban para siempre y que en muchas ocasiones les costaban la vida.
En unos momentos en que tener un hijo creaba dificultades casi insolubles, miles de mujeres recurrían a curanderas o a prácticas primitivas que eran causa de infecciones de gravísimas consecuencias. Urgía encontrar una solución sanitaria a este problema, permitiendo que la mujer que se encontraba embarazada, habiendo fallado todo procedimiento anticoncepcional puesto en práctica, pudiera interrumpir este embarazo con garantías de higiene que no pusieran en peligro su salud.
Todo escrúpulo religioso o de otra índole pesaba poco en la vida de las mujeres que debían afrontar tal estado de cosas. Consciente de la necesidad de encontrar solución al caso, sin ser partidaria, ni mucho menos, de la práctica del aborto, decidimos de común acuerdo la doctora Mercedes Maestre y yo preparar un decreto que permitiera la interrupción artificial y voluntaria del embarazo. Decreto que quedó en suspenso en la cartera del presidente a causa de la oposición de la mayoría de miembros del Gobierno.
Esta fue la causa por la cual tuve que recurrir al subterfugio de extender al resto de la España republicana los beneficios del decreto sobre el derecho a la interrupción artificial del embarazo adoptado por la Generalidad de Cataluña en agosto de 1936. Este decreto de la Generalidad, que redactara el subsecretario de la Consejería de Sanidad, el doctor Félix Martí Ibáñez, lo hizo aprobar el compañero Pedro Herrera, nombrado por la CNT para ocupar el cargo de consejero de Sanidad. Al elaborar estos decretos éramos conscientes de que debía buscarse una solución al drama de miles de mujeres que, cargadas de hijos, recurrían a medios extramedicales o caseros para suprimir embarazos no deseados. Debo añadir que la oposición a tal proyecto de buena parte de los entonces miembros del Gabinete derivaba de que sólo veían en él los aspectos negativos. Para ellos, esta permisibilidad sería motivo de desbordes sexuales, y se prestaría a ciertas inmoralidades de las que, a la larga, serían víctimas las propias mujeres.
De todo ello poco quedó, y hoy las tímidas tentativas de legalización del aborto, con muchas limitaciones, chocan, una vez más, con los obstáculos que a ella oponen aquellos que, por prejuicios religiosos, no se dan cuenta de que no sólo no evitan los abortos, sino que exponen a numerosos peligros a muchas mujeres. Por lo demás, estos escrúpulos son trasunto de una hipocresía evidente, de la que son víctimas las mujeres pobres, ya que las ricas pueden ir tranquilamente a Inglaterra, a Suiza o a otro país extranjero a liberarse de un embarazo inoportuno.
LA LUCHA CONTRA LA PROSTITUCIÓN
Otra de las iniciativas que, de acuerdo con la doctora Amparo Poch, directora de Asistencia Social, pusimos en práctica fue crear las contingencias favorables para que aquellas mujeres que quisieran liberarse de la prostitución pudieran hacerlo encontrando medios que les permitieran abandonar el ejercicio de una profesión considerada la más antigua del mundo.
Creamos hogares, llamados Liberatorios de Prostitución, en los que eran alojadas y asistidas aquellas mujeres que quisieran encontrar otro trabajo. Había allí talleres donde aprendían oficios y un servicio mediante el cual se les iba colocando en otras actividades remuneradas. Debo decir que algunas mujeres reincidieron en su antigua profesión, que juzgaban menos penosa que aquella que se les enseñaba. Pero, en honor a la verdad, hubo una gran mayoría que se reintegraron a lo que, por llamarlo de alguna manera, llamaremos vida honrada, algunas de ellas casándose incluso y siendo esposas y madres ejemplares.
CONSIDERACIONES FINALES
Es difícil imaginar, a cincuenta años de distancia, lo que fueron esos meses terribles. Los bombardeos de la aviación enemiga se abatían, sin discriminación, sobre ciudades abiertas, donde la defensa antiaérea poco podía hacer contra los aviones enemigos. Ignoramos si de manera deliberada, en lugar de buscar puntos estratégicos, se atacaban sistemáticamente los barrios obreros en las grandes aglomeraciones.
Y que conste que la República nunca bombardeó ninguna ciudad de la zona ocupada por Franco. Que conste, también, que la mayor parte de estos aviones asesinos eran pilotados por aviadores alemanes e italianos. Es necesario evocar lo que fue la matanza de niños y mujeres en muchas capitales para comprender el pánico que se apoderara de las familias y que les hizo buscar desesperadamente un refugio, una solución para salvar la vida de sus hijos.
Precisan estas explicaciones para que la historia conozca las razones por las cuales tanto el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social como las familias tuvimos que aceptar ofertas de Méjico y de la Unión Soviética, que se ofrecieron a acoger niños españoles a fin de salvarlos de los peligros de la guerra.
Y fue una labor ímproba, a cargo sobre todo de la OCEAR, la de reunir y dirigir, primero sobre Valencia y luego sobre Barcelona, los miles de niños destinados a salir de España, unos hacia Francia, otros hacia Méjico y otros hacia Rusia.
En ningún momento se violentó la conciencia y la voluntad de las familias que acompañaron a sus hijos hasta los puntos de embarque. Hago gracia de lo que fue, casi siempre, el espectáculo desgarrador de estas separaciones. Pero en todas y en todos había la angustia y la incertidumbre del mañana.
Personalmente, he sentido siempre una pena inmensa diciéndome que, tanto nosotros como los familiares, contribuimos, forzados por las circunstancias trágicas que se vivían, a que muchos de estos niños jamás pudieran regresar a España y a que muchos se perdieran en la vorágine de la guerra que se acercaba, sobre todo los que fueron a Rusia. He procurado ser lo más objetiva posible y, aunque sucintamente, destacar lo más esencial de lo que fue mi labor en el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social y de las realizaciones que me fue permitido acometer en el corto lapso de tiempo de mi gestión. Sólo lamento no haber podido hacer más y, sobre todo, no haber podido consolidar lo hecho. Éramos ricos en imaginación y en grandiosidad. Pensábamos hacer mucho bien y el bien que hicimos, pese a todo, es superior al mal que se nos ha atribuido. He procurado también abstenerme de todo sentimiento de hostilidad y de toda dura acusación contra los que, históricamente, tendrán siempre la responsabilidad de la tragedia en la que España fue sumida. Cuarenta años de dictadura son muchos años. Es útil que se recuerde ese pasado y que las generaciones actuales lo conozcan y nos conozcan.
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